Felix Lopez de Samaniego (Episodio 2)
Abrí el frigorífico y saqué la botella de agua. Había merendado hacia un rato un sándwich de jamón, y estaba sediento. Vacié el vaso de un trago. Comprobé que llevaba todo lo que debía de llevar. “¿Las entradas?” preguntó mi madre. “Las tengo yo” se oyó desde el descansillo de la escalera. Bajamos en el ascensor, y vamos camino del primer partido de la temporada. Reconozco que estaba nervioso. Durante el verano se había reforzado el equipo, a pesar de las bajas, y ahora era el momento de saber de qué era capaz. O por lo menos de intentar adivinarlo.
A pesar de estar en los últimos días del verano, el tiempo por la noche refrescaba más de lo deseable. Aquella tarde, incluso se atrevió a dejar caer unas gotas de lluvia, lo que hizo que el atasco en las inmediaciones del pabellón fuera más atascado. El municipal no acertaba con el tráfico, y se le veían las intenciones de hacerle tragar el silbato a más de uno. Era interesante ver como intentaba tomar aire entre pitido y pitido, con el color grana que presentaba su cara. Todo esto bajo una fina cortina de agua.
De alguna manera conseguimos pasar, y acceder al parking, un descampado asfaltado con unas rayas pintadas en el suelo, a las que nadie hacía caso a la hora de dejar el coche. Servían de referencia. Fuimos bordeando el aparcamiento, esquivando filas y filas de coches, hasta una pequeña esquina, que era de los pocos lugares que hacía posible dejar el pequeño coche en el centro de la calle sin molestar el paso del resto de vehículos. Pequeños trucos aprendidos a lo largo de largo tiempo.
Tuvimos que correr un poco para no mojarnos demasiado, y aun así, al llegar a la puerta pequeñas gotas goteaban de mi pelo. Dude entre sacudirlo como los perros o agitarlo con la mano. Me sacudí como un perro mojado. Busqué un pañuelo de papel, y mis dedos fueron capaces de asir la entrada sin dejar demasiada marca de humedad. Hice un dobladillo para que el portero pudiera rasgarla sin que me la rompiera por la mitad. La doblé cuidadosamente y la guardé. Ya tenía una pequeña colección que escondía en un cajón de mi escritorio, y que repasaba cuando quería recordar los partidos mas interesantes, como aquel partido final que nos dio el título de campeones de la Liga Federal de la División Oeste de Europa. Un sueño hecho realidad, que los “Phixious”, un equipo de una ciudad no demasiado grande, demostrara ser el mejor equipo de aquella temporada. Y de ello hacia apenas dos temporadas. Parecía que había sido ayer, cuando el último partido termino, y me abracé a mi padre y a mi madre, mientras el capitán levantaba el trofeo de campeones. Campeones.
A pesar de haber perdido unos minutos en el atasco, el partido estaba lejano a su comienzo, y me dediqué a escuchar los comentarios de mi padre sobre el calentamiento de ambos equipos. Algunos eran acertados, y otros, no tanto. Comenzaba a desarrollar cierto sentido técnico, con las sesiones extra que tenía con un entrenador particular. Era duro. Era extenuante. Era lo mejor que me podía pasar. Después de entrenarme con el resto de mis compañeros, John venía y trabajábamos juntos distintos aspectos. Bueno, el que trabaja era yo, el que gritaba, chillaba y se desesperaba era él. Al principio nos centramos en el control del balón. No sabía si con tanto ejercicio el entrenamiento era para ser jugador de baloncesto o malabarista de circo. Fui avanzando en las cualidades naturales que la gente se empeñaba en decir que tenía. Claro que fue duro hacerme entender que en baloncesto no era todo tiro, tiro, y más tiro, si no que había también defensa y juego en equipo. Por eso sabía que mi padre no acertaba de pleno. Lo que no sabía es que lo hacía adrede, para ver hasta que punto avanzaban mis conocimientos.
El ambiente del pabellón, a pesar de ser bueno, no era excelente. No faltaba demasiado para que se llenara del todo, y aun así, todos estábamos tranquilos y expectantes ante lo que íbamos a presenciar. El “Leteo” no era un equipo tan puntero como el nuestro, aunque en esta liga cualquiera podía ganarte si no ponías más ganas que él. Y a igualdad de ganas, vencía el que mayor superioridad demostrara en el aspecto técnico y táctico. O eso decía John.
Cuando llego mi madre con tres grandes bolsas de palomitas de maíz, buscamos nuestros asientos. La atmósfera allí dentro era especial. Cada canasta, cada suspiro, cada esperanza derramada flotaba en el ambiente, se aferraba a la bóveda, y se depositaba sobre nosotros, volviendo como un eco interminable.
El partido en sí estuvo interesante; a pesar de ser inferiores, demostraron mucha concentración, y no nos dejaron coger una renta cómoda en el marcador. El entrenador hizo cambios constantes, de jugadores y de sistemas ofensivos. A medida que avanzaba el encuentro, la superioridad física de los jugadores del “Phixious” fue haciéndose mas palpable. Y aun así, el encuentro no se decidió hasta los últimos cuatro minutos, donde dos triples seguidos dejaron fuera de toda duda la victoria local.
Aquello era como el paraíso. Los mejores jugadores, con sus mejores movimientos, ante mi y otros siete mil novecientos noventa y nueve espectadores. Aproximadamente. Estaba a años luz de ellos. John tendría que morir y resucitar un par de veces hasta que consiguiera acercarme siquiera a algo parecido. Soñaba con vestir aquella camiseta, y aun así, me daba miedo defraudar y no ser lo suficientemente bueno para ello. Mi padre debió verme la expresión meditabunda, y me lanzo una palomita que impacto en mi cara. Sonreí. Era un gamberro. No podía sacarlo de casa sin que después tuviera que reprocharle algo de su comportamiento a la vuelta.
Finalizó el encuentro con victoria por 11 puntos. No había estado mal para ser el primer partido, y el equipo tenia mimbres para hacer una buena cesta. Se podía esperar algún titulo.
Lentamente, el pabellón se iba vaciando de gente. Alguna luz se apago. Mis padres fueron a saludar a algún conocido, mientras yo me quedaba allí, sentado, viendo la cancha reluciente, con el marcador apagado. El banquillo, el túnel de vestuarios, el palco, la zona de prensa, la inmensa cantidad de basura desparramada entre las filas de asientos y la cancha, ahora vacía. El marcador todavía alumbraba el tanteador y las faltas personales cometidas por los jugadores, hasta que un operador llego y desconecto el aparato situado en la mesa de anotadores. Se apagaron las luces de la cancha, dejando únicamente las de las gradas, de una luminosidad menor, aunque suficiente para encontrar el camino de salida.
Ya no llovía, y sin embargo, el suelo se encontraba mojada. Fuimos caminando lentamente, procurando no salpicarnos en los charcos que se creaban sobre el firme irregular. El aparcamiento, lleno de coches un par de horas antes, era ahora una superficie negra y mojada, con rayas blancas; una especie de cebra recién bañada. Pero sola en medio de la sabana africana.
A lo lejos brillaban las luces de la ciudad. Casi todos los coches habían desaparecido, y nuestro pequeño vehículo no tardó en llevarnos de vuelta a casa. Nada más llegar, corrí a guardar mi entrada en el cajón de mi escritorio, no fuera a ser que se me perdiera. Después, fui a la cocina a por mi botella de agua, ya que con el sándwich de jamón y con las palomitas, estaba realmente sediento.
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