Felix Lopez de Samaniego (Episodio 1)
Aquí os dejo una preciosa narración de "HARMONIA" en la que cuenta la vida de un niño que juega a baloncesto. -----------------------------------------
El numero trece. No bastaba con que mi padre hubiera hecho un chanchullo con el entrenador del equipo de baloncesto de mi barrio y me hubiera conseguido meter de mala manera, ni que me hubiera comprado un chándal blanco con franjas verdes en las mangas que era como cuatro tallas mas grande de la que necesitaba, ni que la camiseta de tirantes me colgara como si fuera la de mi abuelo, ni los pantalones me taparan las rodillas. No. No bastaba con eso. Además, tenía que llevar el numero trece. No es que fuera supersticioso. Ni lo soy. Lo que ocurre es que con diez años, llevar el trece a la espalda, y el escudo de los “Mapaches Salvajes” en la parte delantera, es como para marcar a un niño.
Porque yo con diez años era un niño. Apenas había aprendido a botar el balón con ambas manos indistintamente y a lanzar hacia la canasta. Tampoco es que fuera demasiado alto para mi edad. En aquella época, tenía mas pinta de jockey que de baloncestista.
Y así me vio el entrenador. Bastó un par de sesiones de entrenamiento para, con una mirada resignada, me soltara un “bueno, vamos a probar de escolta”, que sonaba más a “si no sirves para base, con esta altura, ¿qué hago yo contigo?”.
Así, cada día de entrenamiento, cogía mi bolsa de deportes y la arrastraba hasta el pabellón. No veía a mi padre hablar con el entrenador, aunque se cruzaron un par de significativas miradas.
La verdad, de escolta era tan bueno como de base, lo cual es ser políticamente correcto; ni anotaba, ni reboteaba, y me tocaba defender al escolta titular de mi equipo, que además era el “bueno”, con lo que me dedicaba a ponerme delante de él y a dejarle pasar lo mas disimuladamente que podía. No convenía que recibiera un mal golpe, porque si no luego yo recibiría unos cuantos más. Poco a poco, ganas, lo que se dice ganas, no tenía demasiadas. Seguía haciendo 1x1 con mi padre en la canasta de casa, claro que entonces si que era divertido, porque si yo era malo, mi padre era peor, y casi siempre le solía ganar. Y no era muy probable encontrarme a mi padre en el equipo al que nos enfrentásemos.
Un día me trajo un paquete. No era ni mi cumpleaños ni había realizado ninguna gesta recientemente, y mucho menos deportiva. “Para ti. Vamos, ábrelo” me dijo. Impaciente, pues no esperaba ningún obsequio, fui desenvolviendo el papel de regalo y dejando salir a la luz una caja de cartón. Una vez visto lo que había dentro, se convirtió en el cofre del tesoro: Unas zapatillas nuevecitas de baloncesto, con cámara de aire incluida. Salté a los brazos de mi padre para abrazarlo, y aun me dio tiempo de ver a mi madre marchando a la cocina mientras intentaba sacarse algo que se le había metido en el ojo. O estaría pelando cebollas.
Unas auténticas zapatillas de baloncesto. Compensaban un poco el numero trece a la espalda, aunque sin duda, lo mejor era la cámara de aire. No tardé en arrancarme de los pies las playeras rastreras que llevaba y ponerme mi regalo. Me tuvo que ayudar con los cordones, pues de los nervios, no acertaba a meterlos por el agujero. No acierto con el balón gordo por ese pedazo de aro, y voy a ser capaz de meter los cordones por esos agujerillos. “¿Te aprietan?” Para nada. Las hinché un poco. Noté como el espacio en el interior de las zapatillas disminuía, y como crecía un poco, aunque solo fuera un efecto visual. Corrí a mi habitación a ponerme la equipación de los “Mapaches Salvajes”, con el trece a la espalda. Con las nuevas zapatillas, casi no se veían las horribles líneas verdes. Daba igual. No es que mejorara mucho como jugador, yo diría que no mejoré nada, pero por lo menos desperté la admiración y la envidia de mis compañeros de equipo. Seguía arrastrando la bolsa de un lado para otro, eso no podía cambiar tan fácil.
Tanto entrenar, era para jugar partidos. No se en que liga estábamos, ni si era el jugador más joven; que era el mas bajito, eso seguro. Y con el trece a la espalda. Que cruz. Las zapatillas con cámara de aire me ayudaban a superar los malos tragos. Tardé en debutar en la competición, y menos mal que no lo hice antes.
Perdíamos tantos partidos como ganábamos. Recibíamos algunos correctivos, y damos alguno menos. Un equipo de media tabla, con el mejor jugador de toda la ciudad. Metía tantos puntos como el resto del equipo, y unos cuantos mas. No es que tirara mucho, es que era el único que lo hacia. Y era tan bueno, que aun teniendo a tres tíos defendiéndole, era capaz de superar a los tres y encontrar el camino hacia la canasta. Y yo era su suplente. El suplente del máximo anotador de todos los jugadores de nuestra competición. Con el trece a la espalda. Solo pisaba la cancha a la hora de calentar y en las presentaciones. Me sabía mal por mi madre y mi padre, q siempre venían a verme. Fuéramos ganando o perdiendo, cada vez que volvía la cabeza, ahí estaban.
Y ahí estábamos, mis padres en las gradas y yo en el banquillo, todos tan tranquilos, cuando no se le ocurre al supercrack coger la varicela. No sé que cara puso Noe cuando le dijeron que sacara el paraguas, algo me dice que la que puse yo cuando recibí la noticia debía de ser una replica bastante exacta de aquella. “¿Yo titular?” “No tenemos a nadie mas.” “¿Esta seguro, entrenador?” “¿Realmente quieres que te responda a esa pregunta?”
La noche anterior no dormí nada. Estuve toda la tarde haciendo tiros. No pude ni desayunar. En la escuela me dio un soponcio, y me desperté en la enfermería, con las piernas colgando de una silla. Mi madre tuvo que venir a buscarme. Casi podía rozar con la yema de los dedos la excusa perfecta para eludir la responsabilidad: Yo también estaba enfermo. No contaba con la comida. Tenía tanta hambre, que comí como un aspirador. Tampoco puedo negar, para ser sincero, un pequeño gusanillo que tenía en la tripa para saber qué es lo que era jugar de verdad. Intenté distraerme, y no lo conseguí, con lo que después de insistir, insistir, e insistir un poco más, llegamos a la cancha dos horas antes de lo necesario. Convencimos al conserje de que me dejara pasar. Me abrió los vestuarios. Me cambié, me puse la equipación, y el chándal por encima. Hinché un poco las zapatillas. Cogí un balón del almacén, y me fui botando a la cancha. De golpe y porrazo, aquellas tablas que conocía de los entrenamientos y los calentamientos, habían cambiado. Eran diferentes. La luz que se colaba a través de los ventanales cambiaba por momentos. Recorrí el parqué botando, a ritmo, escuchando el rechinar de las zapatillas intercalado con los golpes del balón. Hice un lanzamiento. No tocó ni aro. No le di importancia, y me senté en la línea de tiros libres, mirando a la canasta, como si quisiera hipnotizarla. No recuerdo cuanto tiempo estuve así. El primer ruido de puertas que oí a mi espalda me sacó de mi trance. Recogí el balón y llegué al vestuario. Llegó el entrenador poco después, dejó unos papeles, y volvió a salir. Ni me vio, o ni me quiso ver. Poco a poco fueron llegando los demás. Hinché las zapatillas de nuevo. Calentamos como siempre. Y sin embargo, fue diferente. Vuelta al vestuario a escuchar las últimas instrucciones del mister. Cuando volvimos a la cancha, ya había empezado a entrar público, y no tardé nada en olvidar todo lo que acababa de oir. Ví donde estaban mis padres mientras hacíamos una rueda. Durante la presentación, al oir mi numero, volví a mirar. Me sonrieron. Corrí chocando las manos del resto del equipo. Recibí algun manotazo cariñoso en la cabeza. Hinché otra vez las zapatillas. Notaba que cada vez que lo hacía, crecía. Hasta que no llegó el instante del comienzo del partido, no había reparado en el equipo contrario. Los “Halcones Rojos”. No eran muy buenos, porque iban por detrás de nosotros en la clasificación. Si no fuera porque tenían un pívot que debía de haber sido expulsado del equipo de boxeo por violento, teníamos el partido ganado. Ya en el salto inicial se las arregló para abrirle la ceja al de nuestro equipo. Por lo menos, para compensar, el alero suyo también se desmayó al ver tanta sangre.
No llevábamos mal el partido, ganando de unos ocho puntos. Había cruzado un par de veces la zona, y en las dos me había llevado dos bonitos codazos en las costillas. Eso si, me las había arreglado para no perder los pocos balones que recibía. Y la defensa que me hacían era de chiste. A su lado la que hacia yo era de “lapa”. En un par de bloqueos mi estomago fue pertinentemente castigado a golpes sutiles. Todo discurría bien, hasta que llego el momento de mi primer tiro. El base se lió, no hizo el pase que tenía que hacer cuando debía hacerlo, y a falta de pocos segundos para el fin de la posesión, me llega el balón a mí. En esto que la defensa había cambiado sus emparejamientos y el bestia me estaba flotando. Busqué algún compañero a quien pasar, algún jugador interior, mientras desde el banquillo me gritaban “¡tira! ¡tira!”. En eso que ví de repente al rinoceronte venir disparado y enfurecido hacia mí. Cogí aire y lancé el balón por encima del defensor. Creo que no rompí ningún cristal. Claro que me lo tuvieron que contar un rato después, cuando me quitaron aquella mole de encima que no me dejaba respirar. Me quedé un rato tendido en el suelo, con las luces del pabellón danzando sobre un círculo de cabezas que se cernían sobre mí, como si fueran buitres decidiendo si la oveja estaría tierna o no. Me llevaron en brazos. Ya en el banquillo, vieron que no tenía nada roto, salvo parte del número uno de la parte trasera de la camiseta, que estaba rasgado, y después de un breve trago de agua y un ligero descanso, volví a salir a jugar. No me acordé de hinchar las zapatillas. Al final ganamos. No lo hice tan mal. Metí unas tres canastas y un par de tiros libres, y mi defendido, no tuvo su mejor tarde.
Aquella noche cené flan.
POR HARMONIA
-fin-
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