jueves, 11 de diciembre de 2008

Felix Lopez de Samaniego (Episodio 3)

Un nuevo episodio de la fenomenal historia baloncestistica en las que se narra la vida de un joven apasionado por este deporte. (para ver el capitulo entero pinchar en "leer todo".

No olviden leer los anteriores:

Episodio 1
Episodio 2


Hoy también es día de partido. Es un partido especial. No es que venga un contrincante potente; un gran equipo europeo. No es que sea una final; un partido decisivo. No. El partido de hoy es especial porque los “Mapaches Salvajes” jugaran un partidillo en el descanso.

Nuestro club es un club vinculado con el “Phixious”. El convenio que tenemos firmados con ellos nos proporciona grandes ventajas, sobre todo en cuestiones económicas y de equipamiento. También ponen a nuestra disposición un autobús para los desplazamientos que tenemos que hacer por la provincia, que no son muchos, aunque si los suficientes para dejar en números rojos las cuentas de Matías, el tesorero. A Matías le llamamos “La Hucha”, ya que es muy fácil darle el dinero, pero para recuperarlo, hay que ayudarse de un cuchillo. Dice que hay que ahorrar para cuando verdaderamente lo necesitemos.
Mientras, aprovechamos las paradas en las gasolineras para hinchar los balones, ya que para Matías un inflador «es un gasto superfluo e innecesario». Con el convenio nos ahorramos discusiones. En este club ahorramos de todo. La parte no tan positiva es que cada 3 meses vienen a hacernos unas pruebas la gente de las categorías inferiores del “Phixious”, y si alguno de nosotros destaca, se lo llevan enseguida. Es complicado que se me lleven a mí, primero porque mi altura no es la de un jugador de baloncesto, y luego porque sigo sin ser un gran jugador. Sin embargo, es un tema que no me preocupa, ya que realmente son pocos los jugadores que merecen la oportunidad de ir, y nuestro equipo destaca mas por ser un grupo de amigos que por ser un generador de victorias. Así nos va en la competición.



Hoy aparcamos todo eso, la perdida de nuestro escolta titular, Gaspar, la pequeña remodelación de la plantilla, las angustias de la clasificación y las preocupaciones por el futuro del club caso de que se produjera el descenso, ya que el convenio quedaría anulado en ese mismo momento. Intentamos no pensar en ello, y nos dedicamos a jugar y a pasárnoslo lo mejor que podemos… mientras podamos. Por lo menos con las entradas que nos han dado luciremos orgullosos la camiseta en el pabellón donde solemos disfrutar y sufrir siguiendo a nuestro equipo. Nosotros, los “Mapaches Salvajes” jugando en una cancha de la Liga Federal de la División Oeste de Europa, nada mas y nada menos. Sería en un descanso. ¡Qué mas daba! Tendríamos al público observándonos, y entre el público estarían nuestras familias.

Habíamos quedado con tiempo suficiente delante de la sede del club. Mi padre me ha acercado en coche y se ha despedido a toda prisa, deseándome suerte y diciéndome atropelladamente no se qué de mi madre y que tenía que volver a toda prisa, que no me preocupara y que cuando terminara el partido que los buscara para ir a casa juntos.

La verdad es que todos llegamos con mucho tiempo de antelación, porque todos estábamos un poco nerviosos, incluido nuestro entrenador. Comentábamos las sensaciones, lo gestos que haríamos al anotar una canasta, las jugadas que intentaríamos y de cómo los periodistas al día siguiente harían la crónica de nuestra pachanga, dándonos una nota a cada uno de nosotros. En estas tonterías andábamos cuando a Rubén, uno de nuestros pivots, se le ha encendido la bombilla y se ha acordado que se le había olvidado la camiseta en casa. Más concretamente en el tendedero. No daba tiempo de ir a buscarla, porque el autobús debía de estar a punto de llegar. La única opción era que uno de nosotros compartiera la camiseta con él, ya que no daríamos una buena imagen si uno de nosotros jugaba con una camiseta distinta, y de todos modos, nadie se fijaría en los números. Nos ha costado un gran trabajo convencer a Gorka, el otro pívot, de que debía ser él el que compartiera su camiseta. Es un poco celoso de sus posesiones, y al final hemos logrado que accediera a compartir la camiseta a cambio de un numero indeterminado de asistencias hasta que hiciera canasta. Bastante más complicado ha sido convencer a su madre. Ella no se sentía satisfecha con las asistencias, y después de estar cuatro minutos seguidos explicando «el terrible perjuicio que le suponía a ella hacerse cargo de un contratiempo ajeno a su voluntad y solo achacable a su dedicación constante y permanente como madre y esposa a su familia», se acercó la madre de Rubén y le dijo que no se preocupara, que ella lavaría y plancharía la dichosa camiseta y se la devolvería al día siguiente. Visiblemente satisfecha, la madre de Gorka accedió. No tenemos que olvidarnos nosotros de ninguna de las maneras de pedir un biombo o un vestuario para que no se cambien la camiseta delante de todo el pabellón. No sería serio.

Al que se le había olvidado llamar al chofer del autobús era al entrenador, que en algún momento también había tenido un contratiempo ajeno a su voluntad, pero en nada achacable a sus labores como madre y esposa. No nos soltó ningún discurso, solo soltó un exabrupto y nos arrastró a toda velocidad a una parada de urbano. Así que ahí nos vamos los diez jugadores detrás suyo, y algunas madres detrás nuestro, y detrás las madres de Rubén y Gorka todavía discutiendo los acuerdos de lavado, planchado y entrega de la camiseta. Vaya comitiva debíamos formar vista desde fuera. Algo así debieron de pensar las dos mujeres, algo mayores, que nos observan con sorpresa en la parada. El entrenador pegó cuatro gritos y durante casi dos minutos enteros le hicimos caso, hasta que empezamos a hacer unos pases con el balón que llevábamos. No queríamos llegar al pabellón y descubrir que no había balones. No dudábamos de que en el pabellón podrían dejarnos un balón adecuado a nuestras necesidades. Preferíamos no correr el riesgo. Había que cuidar los detalles. Las señoras se alejaron un poco más, no sé si mas alarmadas por la cara avinagrada de nuestro entrenador, por nuestros juegos (habíamos improvisado un 3x3) o por la conversación de las madres de Gorka y Rubén, que seguían enzarzadas y enganchadas en el mismo asunto. Las conversaciones de paz de algún país en guerra habían durado menos. Seguro.

Comenzamos a necesitar más espacio para lanzar con más precisión contra la señal que hace las veces de canasta. Afortunadamente, las señoras ya se han ido. Se ve que no tenían tanta urgencia de coger el autobús como nosotros. BC, nuestro entrenador, se dedica a mirar su reloj-cronometro con un ojo mientras con el otro intenta hacer un pliegue en el espacio-tiempo para que el urbano llegue en los próximos instantes. Y efectivamente, ahí llega. Puede que haya sido casualidad o no, pero cuando esté mas tranquilo, le pediré que haga algo parecido con los entrenamientos de John, para que se me pasen mucho más rápido.

Subimos al autobús. Realmente, lo tomamos al abordaje. BC es el primero en subir e impide que el chofer pare del todo, con lo que nos tenemos que ir subiendo en marcha. Muy divertido. Reímos y nos empujamos a voz en grito. Una anciana acerca su bolso y lo aprieta contra su pecho. Dejamos de jugar con el balón, y es entonces cuando nos damos cuenta que las madres de Rubén y Gorka no están con nosotros. Bueno, tenemos el balón, y ya les contaran sus hijos como ha ido la cosa.

Tras convencer al chofer de que no pare en las paradas, de que si un semáforo esta en rojo pero no viene nadie se puede pasar, y a los municipales que han parado el autobús porque no tienen muy clara esta norma, de que tenemos realmente prisa, llegamos al pabellón. El partido ya ha comenzado. Corremos a la entrada, y menos mal que traíamos las entradas con nosotros. Esperamos que nos devuelvan el balón que se ha quedado en el autobús y que la responsable de cancha nos deje uno, porque si no, vaya ruina.

Nos acomodamos en primera fila, en un fondo, detrás de una canasta, excitados ante la oportunidad de ver un partido tan de cerca, de escuchar el sonido de las zapatillas, de estar bajo los focos. Intento ver a mis padres. Esta demasiado oscuro y hay demasiada gente. Gente. El pabellón esta a reventar. No cabe ni un alfiler. Tendremos que procurar causar una buena imagen. Sin embargo, no todo nos iba a salir bien. El equipo que tenía que enfrentarse a nosotros, los “Tijeras Afiladas” no han aparecido. Vaya pringados. O no se atrevían, o no tenían nuestra fijación por los detalles. Eso es lo que nos diferenciaba. No tener rival nos supuso un duro golpe, ya que debíamos jugar entre nosotros, un cinco contra cinco, con la dificultad de que dos jugadores debían compartir la misma camiseta. Salomón presentaría su dimisión irrevocable en caso de encontrarse en la piel de BC. Preguntamos a Marie, la responsable de cancha, si había alguna camiseta similar a la nuestra. Después de mirarnos como si le hubiéramos pedido una tableta de turrón a mitad de agosto, se alejó murmurando sobre la necesidad que tenía de unas vacaciones.

El primer cuarto terminó. Fuimos a cambiarnos a los baños, todavía con la duda de la camiseta de Rubén. Y no podíamos dejarlo sin jugar. Al entrenador entonces se le ocurrió la brillante idea de jugar un cinco contra cuatro, y que a mitad de partidillo, Gorka saliera, se cambiara la camiseta con Rubén, y se convirtiera entonces en un cuatro contra cinco. El plan no era complicado: el cambio de camiseta debía hacerse en el baño, y nadie debía ver que un jugador salía y otro entraba llevando la misma camiseta. Debíamos simular una trifulca entre nosotros para desviar la atención, y durante el partido movernos continuamente para que nadie nos pudiera contar. Sencillo.

Al final todo salió bien. Casi no jugamos a baloncesto porque parecíamos liebres dopadas, corriendo continuamente y en todas direcciones. Las pocas posesiones que teníamos se las debíamos dar a Gorka, que hizo una canasta. El golpe en la nariz que se llevo Iker en la trifulca no fue grave, según el médico del “Phixious”, al que se tuvo que llamar cuando se desmayó. Tampoco perdió tanta sangre, ya que casi toda fue a parar a la camiseta de Gorka, que en ese momento llevaba Rubén, que ya había llegado corriendo para enmarañarse entre los demás jugadores. Y poco más pudimos hacer salvo recibir los aplausos de un público entregado a nuestra exhibición. Tratamos de buscar a BC para que saludara con nosotros desde el centro de la pista. No pudo ser porque no lo encontramos. De todos modos, lo pasamos genial. Incluso en algún periódico al día siguiente hicieron referencia a la pachanga como «el entretenido descanso con unos aventajados alumnos de los Globe Trotters».

BC nos ha dado una semana de vacaciones. Estamos ansiosos por repetir la experiencia. Debemos tener cuidado de no volvernos a olvidar el balón en el autobús. Y de no dejarnos la camiseta de Gorka en el baño.




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